Cuando aparece la desesperanza lo hace acompañada de dudas, desencanto y tristeza, por lo que la persona puede verse perturbada. A través de un discurso enfocado en desarmar el desamparo y acompañar al sujeto en su dolor, podrá encontrar dentro de sí mismo los recursos que facilitarán la resolución efectiva de sus problemas, con estrategias propias y sustentables.
La desesperanza es una tendencia negativa sobre los sucesos vitales que experimenta la persona y cómo él/ella los percibe. Ese sentimiento de “esperanza nula” es además un factor de vulnerabilidad para cierto tipo de depresión.
Al preguntarse qué quiere lograr, en qué tiempo, con qué recursos y con qué riesgos o cómo superará los escollos o las turbulencias que pudieran presentarse, el sujeto asume un desafío cuya resolución está dentro de sí mismo.
Pero en el momento en que “interpreta” un suceso en forma negativa (“esto no tiene solución” o “no hay nada que pueda hacer para mejorar”), provoca la aparición de problemas emocionales tales como la ansiedad, la depresión o la culpa. Esos sentimientos negativos de la mente se trasladan a lo físico: el cuerpo se prepara para recibir el impacto emocional de una noticia que, aunque no la haya recibido, el cerebro la interpreta como real y verdadera.
La desesperanza es un estado de pérdida de motivación para alcanzar los proyectos e implica una renuncia a toda posibilidad de que las cosas salgan bien y se resuelvan. A ello pueden sumarse problemas físicos y la generación de conflictivos constantes, que requerirán la consulta profesional que pueda colaborar con su resolución.